Lo que los grandes ven como sombrero

notion image
Hay libros que uno no encuentra; son ellos los que nos encuentran a nosotros. Así me ocurrió en una pequeña librería de Puerto Rico, donde entre estantes polvorientos y luz amarillenta, vi la portada de El Principito en español. No lo busqué. Simplemente apareció, como aparecen los fantasmas o los recuerdos que creíamos enterrados. Y cuando lo tomé entre mis manos, sentí algo que solo puedo describir como miedo: el miedo de reconocerse en un espejo que llevaba años cubierto.
En ese instante, en esa isla del Caribe tan lejos de mi infancia, de los pupitres donde alguna vez fui otra persona, todo volvió.
La niña que devoraba libros. La adolescente que escribía poesía en cuadernos secretos.
 
La estudiante que obtuvo un 19/20 en filosofía —algo prácticamente inaudito en el sistema educativo tunecino, donde los profesores parecen creer que la perfección es una ofensa a Dios y que nadie merece más de 15—. Y lo más extraño: yo era estudiante de matemáticas. Mi nota en filosofía superaba mi nota en matemáticas. Eso no tenía sentido para nadie, excepto para mí.

Recuerdo con claridad el día en que consideré, por un instante fugaz, dedicarme a las lenguas, a la literatura, a la filosofía. Fue un pensamiento pequeño, casi un susurro interior, pero mi profesor de matemáticas lo detectó como si hubiera gritado una herejía. Me miró con esa expresión que los adultos reservan para los niños que dicen tonterías, y me dijo: "Tienes que ser ingeniera. Puedes escribir después. La ingeniería te hará mejor escritora, pero la literatura nunca te hará mejor ingeniera."
Tenía razón. Lo sé ahora. Ser ingeniera me dio estructura, disciplina, una forma de ver el mundo en sistemas y patrones. Me dio también la libertad económica para comprar libros en librerías de Puerto Rico, para viajar, para tener el lujo de releer El Principito como adulta y no como obligación escolar. Pero hay algo que esa decisión también me quitó, algo que tardé años en notar: me quitó la atención constante a esa parte de mí que amaba las palabras.
No la mató. Solo la abandoné. Y el abandono, como dice el zorro al principito, es a veces peor que la muerte.

"Las personas grandes nunca comprenden nada por sí solas, y es agotador para los niños tener que darles siempre explicaciones."
Cuando leí esta frase de niña, me reí. Pensé que hablaba de mis padres, de mis profesores, de todos esos adultos que no entendían por qué prefería leer novelas a resolver problemas de física. Ahora, al releerla, la frase me duele. Porque me doy cuenta de que yo me convertí en una de esas personas grandes. Me convertí en alguien que mide el valor de las cosas en números, en resultados, en productividad. Olvidé que alguna vez supe ver elefantes dentro de boas constrictoras.
El libro de Saint-Exupéry es, en el fondo, una elegía a la infancia. No a la infancia como edad, sino como forma de ver el mundo. Esa capacidad de asombrarse, de hacer preguntas que los adultos consideran absurdas, de crear vínculos con una rosa aunque sea vanidosa y complicada, de domesticar zorros y aceptar que eso nos hará llorar cuando partamos.
"Fue el tiempo que dedicaste a tu rosa lo que la hizo tan importante."
¿Cuánto tiempo dediqué a mi rosa —a mi amor por las lenguas, por la poesía, por la filosofía— antes de abandonarla por cosas "más importantes"? ¿Y cuánto tiempo me tomará recuperarla?

Lo que más me conmueve al releer este libro es el capítulo del zorro. De niña, lo leí como una historia sobre la amistad. De adulta, lo leo como una advertencia sobre la responsabilidad emocional. "Eres responsable para siempre de lo que has domesticado," dice el zorro. Y pienso en todas las versiones de mí misma que he domesticado y luego abandonado. La niña que escribía cuentos. La adolescente que memorizaba poemas de Mahmoud Darwish. La estudiante que discutía sobre Sartre y Camus con una pasión que ahora me parece ajena.
¿Soy responsable de ellas? ¿Las he traicionado?

Hay una verdad incómoda que he tenido que aceptar a medida que envejezco: la persona que más envidio, la que más me inspira, la que quisiera ser, no es nadie famoso ni exitoso. Es mi yo de quince años.
Esa niña que sacaba notas imposibles en filosofía siendo estudiante de ciencias. Esa niña que leía en francés, en árabe, en español, porque cada lengua le abría una puerta diferente al mundo. Esa niña que no conocía el síndrome del impostor porque no sabía que existía, que no tenía miedo de ser demasiado, de querer demasiado, de soñar demasiado.
Todo lo que hago ahora, de alguna manera, es para hacerla sentir orgullosa. Pero ella es una versión de mí que ya no puedo alcanzar. Es como intentar correr detrás de un tren que ya partió. Puedo verla a lo lejos, puedo recordar cómo se sentía ser ella, pero no puedo volver a habitarla.
Y sin embargo, no puedo dejarla ir.
"Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar a los demás," dice el rey del asteroide 325. Tiene razón. Porque juzgarme implica aceptar que perdí algo valioso, que tomé decisiones que me alejaron de quien era, aunque esas mismas decisiones me trajeron hasta aquí.

El principito deja su planeta porque tiene problemas con su rosa. Viaja por asteroides, conoce personajes absurdos —el rey sin súbditos, el vanidoso sin admiradores, el bebedor que bebe para olvidar que le da vergüenza beber—, y al final entiende que tenía que irse para comprender lo que tenía.
Quizás yo también tenía que irme. Tenía que convertirme en ingeniera, olvidar mis cuadernos de poesía, dejar que el polvo cubriera mis libros de filosofía, para poder un día entrar en una librería de Puerto Rico y sentir el golpe de todo lo que había abandonado.
Quizás este libro, esta relectura, es mi forma de volver a mi asteroide.

"Lo esencial es invisible a los ojos," le enseña el zorro al principito. Es la frase más citada del libro, tan repetida que casi ha perdido su peso. Pero al releerla ahora, en español, en esta edición comprada en el Caribe, la frase recupera su filo.
Lo esencial de mí —mi amor por las lenguas, por la literatura, por las preguntas sin respuesta de la filosofía— se volvió invisible. No porque desapareciera, sino porque dejé de mirarlo. Dejé de dedicarle tiempo. Y como la rosa del principito, se marchitó un poco bajo su campana de cristal.
Pero no murió.
Este libro me lo ha demostrado. Porque al leerlo, siento las mismas emociones que sentía a los doce años analizando textos en clase. Siento la misma electricidad que sentía al descubrir una palabra nueva, al entender una metáfora, al conectar una idea filosófica con mi propia vida.
El talento no se pierde. Se olvida. Y lo olvidado puede recordarse.

Dicen que uno no puede bañarse dos veces en el mismo río. Pero quizás uno puede releer el mismo libro y encontrar en él un río completamente nuevo.
La niña que leyó Le Petit Prince en francés buscaba aventuras. La mujer que relee El Principito en español busca algo distinto: busca a esa niña. Busca reconciliarse con ella. Busca decirle que no la olvidó, aunque por muchos años actuó como si lo hubiera hecho.
Y quizás, solo quizás, al terminar este libro y cerrar sus páginas, pueda escuchar su voz diciéndome que está orgullosa. No de mis títulos ni de mi carrera. Sino de que finalmente volví a leer. De que finalmente volví a escribir. De que finalmente volví a ella.
"Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres comenzaré a ser feliz."
Querida niña que fui: llego tarde. Pero llego.